Se ha dicho que las personas, los humanos, nos movemos a lo largo de la vida en un continuo que nos lleva de un polo a otro: de lo bueno a lo malo, del acierto al error, de la virtud al pecado. Llamaremos pecado, a toda intención, expresión o acción contra la Ley de Dios o contra lo que en el marco o contexto de la espiritualidad es considerado adecuado o justo para el beneficio de la mayoría. También podemos decir que el pecado es una tendencia al exceso en ciertas maneras de ser o proceder, que dejan un efecto o saldo negativo en quienes lo cometen y en sus semejantes.
En la religión católica se habla de manera especial de los llamados “pecados capitales”. Estos particulares pecados son siete, a los cuales se les oponen siete virtudes que son presentadas como sus antídotos naturales. Veamos cuáles son esos pecados y esas virtudes: Soberbia (humildad); avaricia (generosidad); ira (serenidad); gula (templanza); pereza (diligencia); lujuria (castidad) y envidia (caridad).
La soberbia es la tendencia a sobreestimarnos y a considerarnos superiores a los demás. Por su mediación, tendemos a olvidar nuestra naturaleza Divina y el reconocimiento de ser creaciones de Dios. De la soberbia emergen la prepotencia, la jactancia, la presunción y la altanería. Su antídoto es la humildad, cualidad desde la que reconocemos nuestras debilidades y nos hacemos seguidores de las Leyes Superiores. La humildad nos hace valorar a todo y a todos por igual, y nos aleja de la arrogancia y falsa superioridad.
La avaricia es el deseo exacerbado de poseer y acumular bienes materiales. Para la teología cristiana, es un “amor desordenado por la riqueza material” en el que más que la posesión de la riqueza, nos agobia el apego exagerado a ésta, al extremo de querer ganarla por medios injustos, y evadir el deber de hacer uso adecuado y benéfico de ella. Su antídoto es la generosidad, la prédica y práctica del dar, para evitar que pocos tengan mucho y muchos tengan poco. De la avaricia de desprenden el fraude, el perjurio, el robo, la usura y la tacañería.
La lujuria es el exceso de apetito sexual, o afán desmedido por el placer erótico que nos impulsa a usar a otros como medios de satisfacción de los placeres sexuales propios. Su antídoto es la castidad, la cual puede verse (sin extremismos) como la moderación o regulación del deseo sexual, y como el mandato a vincular sexo y amor, y a valorar a la persona como ser humano digno de respeto. De la lujuria derivan actos como el rapto, el incesto y el adulterio.
En cuanto a la ira, diremos que es el deseo de responder con venganza a una ofensa real o imaginaria. Es contraria a la razón y al amor, y se estima válida únicamente cuando es moderada, y busca restablecer la justicia y el bien, y cuando implica un castigo justo y acorde con el grado del daño realizado, o cuando se usa para defender a un agraviado y evitar un mal, mayor al dolor que se inflige. Si deriva del egoísmo, la maldad o la ambición personal, es considerada un pecado grave. El maquiavelismo, la blasfemia y la riña, provienen de ella. Su antídoto es la paciencia, vista aquí como aceptación de las adversidades que la vida impone, y defenderse sólo por las vías justas, para “dejar en manos de Dios” el veredicto final.
La gula es apego excesivo al placer de comer o beber; el uso inadecuado por inmoderado, de los alimentos necesarios para vivir. Hay gula cuando comemos por ostentación, cuando dañamos al cuerpo por demasía, cuando la familia se empobrece mientras se usan los recursos para darse gustos de comida o bebida, cuando vomitamos para seguir comiendo o cuando comemos con la pasión de los animales. Su antídoto es la templanza, es decir, la moderación, sobriedad continencia en el deseo desmedido de ingerir de manera insaciable.
La envidia, que es pesar por el bien ajeno, es pecado cuando deseamos privar a alguien de lo que corresponde a sus méritos, o cuando afectamos injustamente en forma o medida alguna su reputación. El chisme, la mentira, la traición, la intriga y el oportunismo, son lastres derivadas de la envidia. Su antídoto es la caridad, la intención y acción de desear y hacer el bien al prójimo. Se basa en la idea de que Dios le da a cada quien lo que se merece o lo que necesita para aprender y evolucionar.
Finalmente tenemos la pereza, pecado que puede entenderse como desgano o desánimo para hacer lo que nos corresponde; como la incapacidad de hacerse cargo de la propia vida y asumir las responsabilidades cotidianas. La inconstancia, la cobardía, la inacción, la desesperación por apatía, la ociosidad por no trabajar y la curiosidad del desocupado, son vicios ligados a la pereza. Su antídoto es la diligencia, entendida como acción pronta y dispuesta, a través de la cual forjamos nuestro destino y halagamos al Creador con las obras derivadas del uso correcto de los dones y talentos que nos han sido dados.
Frente a todo lo antes expuesto, sólo nos queda, con base en nuestra reflexión y consciencia, elegir si aceptamos o no estas recomendaciones y elegir el camino a seguir: o tomamos la ruta de los pecados o nos esforzamos por alcanzar la cima escalando cada una de las citadas virtudes. ¡Tú decides!. Gracias por leerme.
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Renny Yagosesky es: Ph.D en Psicología, Magister en Ciencias de la Conducta,
Licenciado en Comunicación Social, Conferencista y Escritor.
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